
Ella habitaba a mitad de camino entre el reino de las hadas y los hombres. Falta de alas carecía de la magia del vuelo, falta de maldades no encontraba su sitio entre ellos.
Su belleza, nada extraordinaria, se construía de acuerdo a los ojos que la observaban. Así supo cómo se sentía ser invisible, horrible o hermosa toda vez que una mirada se posaba sobre ella y todas esas sensaciones eran vividas como naciendo de sus entrañas.
Su vida sin origen cierto había sido un continuo peregrinaje en busca de un lugar en donde descansar, y en cada lugar en que se había detenido lo primero que hacía, tras observar que fuera lo suficientemente confortable, era sembrar...
Nadie siembra en un lugar de donde espera irse pronto, ni lo hace sin la esperanza de tan siquiera observar el fruto... Nadie siembra si no tiene en algún lugar de su ser la convicción de la cosecha.
Sentada en el medio de la nada, sólo con una fogata débil ante su regazo, recordó su primer alto en el camino... una cabaña de ensueños a la vera de un arroyo que cantaba leyendas en las noches de luna y susurraba historias de fantasmas cuando la oscuridad poseía la totalidad del universo. Se enamoró de ese arroyo y de su espíritu constante detrás de la falta de formas. Era tan pequeña... tan inocente... que su amor la llevó a esparcir sus semillas en un recodo manso y poco profundo.
El tiempo le mostraba que sus semillas apenas si echaban raíces y desaparecían... el arroyo sin proponérselo le ocultaba la podredumbre de su siembra, tapándola con fino cieno.
Ella no las veía agonizar en su cauce, no las veía morir... cuando el tiempo la golpeaba en la certeza de que ya no brotaría, pensaba que debía cambiar de semilla, que era imposible que su arroyo no bendijera su amor... y cada vez, con el correr del tiempo, las capas de cieno fueron haciéndose más gruesas, más rápidas... y hubo un día, como ha de ser al final de nuestros días en que sus semillas se agotaron... lloró, como cada una de las veces que le fueron negados los frutos, sus lágrimas se unieron a la corriente que ni siquiera percibió su sal... lloró amarga y solitariamente hasta sentir que los ojos del arroyo se posaban sobre ella, y sintió que era invisible por primera vez...
Avivó el fuego con una rama distraídamente mientras con el dorso de su mano secó una lágrima por aquel amor al arroyo y sus leyendas, tan distante en el camino... cada vez que su recuerdo renacía en su memoria volvía a preguntarse si alguna vez alguien que habitara en esa cabaña encontraría alguna huella de que ella había pasado por allí, como si solamente eso compensara el dolor de su partida.
Las lágrimas se secaron cuando se recordó nuevamente caminando... dando la espalda a su pequeño mundo de ensueños y pesadillas. Cada paso le iba dando fuerzas, sus ojos inquietos buscaban semillas en el camino, cada una que encontraba era acunada con amor. Las guardaba delicadamente separadas por especie, envueltas en una bolsa de seda roja, de esas en los que suelen envolver las joyas los nobles. A veces reía sola en el camino, imaginando que la vista de todas sus preciosas bolsas en algún momento iban a atraer a uno de esos malhechores que rondan en los caminos solitarios... y que tal vez el descubrir que sus joyas no eran nada más que simples semillas, iba a costarle la vida. Podía perdonar al ladrón que no viera que en esas semillas estaba su alma... reía sola ante la fogata, ¿quién podría saberlo?
Hubo como el primero muchos altos en el camino... la cascada que no permitía que sus semillas quedaran dormidas en un lugar para echar raíces, el pantano cuya bruma era una capa de gasas que la acariciaba en los atardeceres de otoño, que acogía en su profundidad sus ofrendas para nunca más dar respuestas... la ladera de la montaña que aplastaba con derrumbes inesperados los primeros brotes... y siempre sus lágrimas regaron cada semilla muerta, y siempre su paso iba tomando fuerzas al dar la espalda nuevamente a los ojos que la hacían invisible.
Sentada en el medio de la nada, sólo con una fogata débil ante su regazo, se preguntó de dónde iba a sacar la madera para alimentar el fuego ahora... como siempre su camino la había provisto de muchas semillas, de las de siempre, y de las más exóticas... olía al noble trigo que se deslizaba entre sus dedos, noble trigo que alimenta a cualquier espíritu... acariciaba los bulbos de las orquídeas que sólo la mirada de un alma exquisita sabría apreciar...
Permaneció sentada, acariciando sus semillas desde que despertó de un sueño de muchísimos años... tantos como los que tenía de vida. Un sueño en el que era un ser a medio camino entre los hombres y las hadas. Su despertar le mostró que a su alrededor y desde siempre no había nada más que arena... un infinito y caliente desierto insistiendo en apoderarse de sus venas.
Regó con sus lágrimas primero un pequeño espacio en el que esparció todo el contenido de su bolso... regó cada día con su sangre ese mismo pequeño espacio... acomodó su cuerpo para que su sombra protegiera los frutos de su cosecha... vio brotar algunos débiles tallos, y se alejó, como siempre... como nunca... abandonó su bolsa, su tesoro y su cuerpo en medio de aquel desierto que desde siempre en sus espejismos le había gritado su desamor, mientras la poseía por completo. Y supo que ningún espejo ya le devolvería su imagen... porque siempre, y a pesar de todo, había sido invisible.
FIN


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